Clases amenas
Miró atenta la expresión en su rostro tratando de adivinar qué pasaba por su cabeza, se le notaba resignado: esta vez sintió que lo perdía.
¡Maldita sea!, exclamó para sí. Ya no sabía qué hacer para llamar la atención del joven conde, al que daba clase por mandato de su padre, el viudo duque de Nortwest. Elisa, que desde que había empezado su carrera como institutriz se vanagloriaba de que siempre había logrado que sus alumnos aprendían cuanto les enseñaba, comenzaba a pensar que el muchacho era un caso perdido.
No era de extrañar, siendo conde tan joven. Eso debería estar prohibido, pero al morir su abuelo materno y pasar el título sólo a los varones, el maldito niño había heredado el condado con tan sólo siete años. No es que tuviera un poder real, ya se encargaba su padre de administrar sus bienes y de ponerle en cintura, pero el título nobiliario se había subido a la cabeza del muchacho y había decidido que no tenía necesidad de aprender nada, ya que tenía su vida resuelta.
Desde que había emprendido la titánica tarea de meter conocimientos en esa cabezota, había aprendido dos cosas: que si el niño se quejaba tenía que amenazar con hablar con su padre y que si quería que aprendiera algo tenía que hacer las clases amenas. A la larga, había podido dejar las amenazas a un lado, pero el problema es que había hecho tan amenas las clases durante tanto tiempo que el niño se había acostumbrado y volvía a ser difícil hacer que atendiera, especialmente cuando ya llevaban un rato dando la lección. En cuanto pasaban veinte minutos, la atención del niño empezaba a decaer, la miraba con resignación y empezaba a ignorarla. Si se le ocurría una idea divertida para despertar de nuevo su entusiasmo, podía pasar otro rato enseñándole hasta que el niño volvía a aburrirse y el círculo se repetía.
Ese día no estaba por la labor. De hecho, consideraba que sus intentos por llamar la atención del muchacho para que atendiera sus explicaciones empezaban a ser excesivos. Sólo había que ver cómo había tenido que ataviarse para esa clase sobre la historia reciente de los Estados Unidos -con un tocado de plumas y la cara pintarrajeada– y lo ridícula que se había sentido interpretando la danza de la lluvia cuando su estúpida indumentaria había dejado de fascinar al chico.
Supo en el momento exacto en que lo había perdido: su cara de resignación y aburrimiento era un cuadro y la miraba sin ver, con la mente perdida en quién sabe qué mundos. Se preguntó qué más podía hacer ahora para que volviera a atender, porque sin duda sacar el tambor y enseñarle a hacer señales de humo estaba fuera de sus posibilidades.
Finalmente, decidió que lo mejor era continuar la clase en el jardín y rezar para que el chico no se distrajera con el vuelo de la primera avispa que pasara por delante suya. Para su desgracia, no sólo olvido quitarse el tocado y la pintura de la cara, sino que para colmo se cruzó con el señor de la casa cuando iban a traspasar el umbral.
El duque de Northwest era el hombre más imponente que había visto nunca y cuando estaba frente a él sólo podía encogerse y esperar que pasara el trago. Por suerte, por lo general no le veía nada más que una vez a la semana, cuando la hacía acudir al despacho para que le informara sobre los progresos de su hijo.
-Señorita Middletown. ¿Puedo preguntar qué hace vestida así? -inquirió él alzando una ceja, con un rastro de humor en sus ojos.
-Intento que su hijo me atienda, milord -le replicó, con más valor del que había esperado reunir nunca en presencia del duque.
-Comprendo... ¿y acaso lo consigue?
-Durante un rato.
Él se la quedó mirando intensamente, como siempre, y luego se marchó sin decir palabra a su despacho. En cuanto cerró la puerta del mismo, soltó una carcajada y se reclinó en su sillón. Cuando esa institutriz había aparecido en la entrevista había tenido dudas al contratarla, pero algo en ella le atrajo irremediablemente. Se alegraba de ver que esa intuición que le había llevado a contratarla se debía a sus cualidades como maestra y no sólo a esos dulces labios que se moría por besar.
¡Maldita sea!, exclamó para sí. Ya no sabía qué hacer para llamar la atención del joven conde, al que daba clase por mandato de su padre, el viudo duque de Nortwest. Elisa, que desde que había empezado su carrera como institutriz se vanagloriaba de que siempre había logrado que sus alumnos aprendían cuanto les enseñaba, comenzaba a pensar que el muchacho era un caso perdido.
No era de extrañar, siendo conde tan joven. Eso debería estar prohibido, pero al morir su abuelo materno y pasar el título sólo a los varones, el maldito niño había heredado el condado con tan sólo siete años. No es que tuviera un poder real, ya se encargaba su padre de administrar sus bienes y de ponerle en cintura, pero el título nobiliario se había subido a la cabeza del muchacho y había decidido que no tenía necesidad de aprender nada, ya que tenía su vida resuelta.
Desde que había emprendido la titánica tarea de meter conocimientos en esa cabezota, había aprendido dos cosas: que si el niño se quejaba tenía que amenazar con hablar con su padre y que si quería que aprendiera algo tenía que hacer las clases amenas. A la larga, había podido dejar las amenazas a un lado, pero el problema es que había hecho tan amenas las clases durante tanto tiempo que el niño se había acostumbrado y volvía a ser difícil hacer que atendiera, especialmente cuando ya llevaban un rato dando la lección. En cuanto pasaban veinte minutos, la atención del niño empezaba a decaer, la miraba con resignación y empezaba a ignorarla. Si se le ocurría una idea divertida para despertar de nuevo su entusiasmo, podía pasar otro rato enseñándole hasta que el niño volvía a aburrirse y el círculo se repetía.
Ese día no estaba por la labor. De hecho, consideraba que sus intentos por llamar la atención del muchacho para que atendiera sus explicaciones empezaban a ser excesivos. Sólo había que ver cómo había tenido que ataviarse para esa clase sobre la historia reciente de los Estados Unidos -con un tocado de plumas y la cara pintarrajeada– y lo ridícula que se había sentido interpretando la danza de la lluvia cuando su estúpida indumentaria había dejado de fascinar al chico.
Supo en el momento exacto en que lo había perdido: su cara de resignación y aburrimiento era un cuadro y la miraba sin ver, con la mente perdida en quién sabe qué mundos. Se preguntó qué más podía hacer ahora para que volviera a atender, porque sin duda sacar el tambor y enseñarle a hacer señales de humo estaba fuera de sus posibilidades.
Finalmente, decidió que lo mejor era continuar la clase en el jardín y rezar para que el chico no se distrajera con el vuelo de la primera avispa que pasara por delante suya. Para su desgracia, no sólo olvido quitarse el tocado y la pintura de la cara, sino que para colmo se cruzó con el señor de la casa cuando iban a traspasar el umbral.
El duque de Northwest era el hombre más imponente que había visto nunca y cuando estaba frente a él sólo podía encogerse y esperar que pasara el trago. Por suerte, por lo general no le veía nada más que una vez a la semana, cuando la hacía acudir al despacho para que le informara sobre los progresos de su hijo.
-Señorita Middletown. ¿Puedo preguntar qué hace vestida así? -inquirió él alzando una ceja, con un rastro de humor en sus ojos.
-Intento que su hijo me atienda, milord -le replicó, con más valor del que había esperado reunir nunca en presencia del duque.
-Comprendo... ¿y acaso lo consigue?
-Durante un rato.
Él se la quedó mirando intensamente, como siempre, y luego se marchó sin decir palabra a su despacho. En cuanto cerró la puerta del mismo, soltó una carcajada y se reclinó en su sillón. Cuando esa institutriz había aparecido en la entrevista había tenido dudas al contratarla, pero algo en ella le atrajo irremediablemente. Se alegraba de ver que esa intuición que le había llevado a contratarla se debía a sus cualidades como maestra y no sólo a esos dulces labios que se moría por besar.
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