miércoles, 11 de diciembre de 2013

La maldición de la sinceridad. O cómo echarte fama de bruja por ser fiel a ti misma.

Siempre he pensado que la sinceridad es la mayor virtud que puede existir y que la mentira y la hipocresía son lo peor que puede pasarle a una sociedad. Lo que tiene una consecuencia obvia: mi discurso está caracterizado por una brutal sinceridad (brutal, sí, porque también pienso que una verdad suavizada no es en realidad del todo verdad), profusión de datos objetivos, tendencia a la argumentación y un intento por ser lo más precisa posible e ir directamente al grano. A eso hay que sumarle que no hablo si no sé de qué estoy hablando, lo que hace que tienda a quedarme calladita por no decir estupideces sin fundamento. Pero claro, si sé del tema y alguien está diciendo una estupidez, no me callo.
Por supuesto, no siempre tengo la razón ni pretendo tenerla. Soy humana, me equivoco, pero no me subo nunca a un burro del que resulta imposible bajarme. De hecho, más de una vez nadie ha tenido que decirme nada para que yo me diera cuenta de que iba mal encaminada y rectificara. Públicamente, no intentando ocultar mi equivocación, como si fuera un delito cometer un error. En cualquier caso, estamos hablando de opiniones, y la opinión es algo subjetivo y muy personal, por muy basada en datos que esté. Y cuando se trata de dar opinión sobre un libro o cualquier otro proyecto artístico, uno sólo puede basarse en sus gustos. También respetaré siempre las opiniones ajenas, por muy contrarias que sean a la mía, siempre que no entren en el círculo vicioso "Me gusta porque me gusta", "Es así porque es así" o, peor, "Es así porque lo digo yo".
Es evidente que cara al exterior mi forma de hablar puede parecer brusca, y la mayor parte de mis conocidos me tienen por una persona borde, hosca y asocial. Sobre todo asocial, porque en esta sociedad tan hipócrita se exige la verdad pero luego nos ofendemos si no nos responden con una mentira piadosa. Sin embargo, prefiero que me digan a la cara que no me sienta bien algo, o que uno de mis relatos ha salido mal, o que me pongan los pies en el suelo de inmediato a que me mientan y enterarme a la larga de que me han criticado a mis espaldas y me he dado el batacazo porque me animaron a echar a volar sin paracaídas. Así que actúo en consecuencia y como agradecimiento recibo el rechazo de las personas que me han pedido sinceridad y a las que se la he dado. No imagináis lo que cabrea eso, pero dado que la alternativa es traicionar mis principios, sigo en mis trece.
Lo peor es que se puede decir la verdad sin ser ofensivo (¿cómo? pues argumentando) pero la gente:
  1. Escucha sólo la primera afirmación, se ofusca y no escucha el resto de cosas que le tienes que decir.
  2. Está tan acostumbrada a que le mientan y le suavicen la verdad que piensa que tú haces lo mismo, que lo que piensas es mil veces peor y tiene muchas connotaciones negativas, cuando en realidad lo que piensas es ni más ni menos que lo que has dicho.
  3. Es tan insegura que, cuando le hablas de los puntos a favor y los puntos en contra, sólo ve los puntos en contra y piensa que los puntos a favor son mentiras piadosas.
  4. Es tan creída que, por más que le argumentes que está equivocada, no te hace caso y te respondes que le dices eso por rencor, envidia, intolerancia o lo que sea. Por supuesto, una vez se da el batacazo vuelve a disculparse con el rabo entre las piernas, pero el daño ya está hecho. ¿Para qué iba nadie a querer seguir teniendo trato con alguien que reacciona así cuando le dices lo que piensas?
Como podréis imaginar, en el fondo es un poco solitario, aunque también tiene sus puntos buenos.  Por ejemplo, los (pocos) amigos que tengo son amigos de verdad, que aprecian ese rasgo tan incomprendido y presuntamente asocial de mi carácter. Por no hablar de que soy una de las primeras personas en las que bastantes escritores piensan cuando necesitan un lector sincero de sus textos. Además, si alguien pone palabras en mi boca que no son ciertas, se lo puedo rebatir inmediatamente. Y más si tenemos en cuenta que casi toda mi comunicación es por escrito (y ese es el motivo, amigos, por el que que, si no podemos vernos cara a cara, prefiero el mail o el sms al teléfono).
Con esta entrada no busco sólo el desahogo (que también, no imagináis la de burradas que me han dicho ciertas personas sólo por expresar respetuosa pero "bruscamente" mi opinión) sino evitar malentendidos con los nuevos seguidores e incluso con escritores que quieren elegirme como lectora beta por mi fama de ser sincera pero luego se ponen en plan tonto porque lo soy.
Digo siempre las cosas como las pienso. Ni las suavizo ni, como me acusan algunos, las exagero. Si digo que una historia me parece entretenida pero que le falta algo, es que me ha parecido que es entretenida pero que le falta algo. Si digo que me ha gustado pero enumero muchos puntos a mejorar, es que me ha gustado pero podría haberme gustado más si hubiera una mejora en esos puntos. Si digo que algo me parece cursi es que me parece cursi. 
Si digo a alguien que sus "argumentos" ni son argumentos ni se sostienen, es que se basa en sentimientos y en razonamientos con fallos graves. Si digo que no se ha documentado bien, es porque yo me he documentado y he encontrado suficientes datos fácilmente accesibles que me llevan a pensar que no se ha molestado lo suficiente. Mientras que si digo que la documentación me rechina es que no me he documentado sobre el tema, pero que he percibido incongruencias. Y si digo que algo no hay por dónde cogerlo y le reto a que me argumente lo contrario, más le vale encontrar un buen e irrefutable argumento o me estará dando la razón.
En realidad, tratar conmigo es tremendamente simple. Los que me conocen, tanto personal como virtualmente, lo saben. Os diré siempre la verdad, os daré la razón si me equivoco (pero tenéis que demostrar que me equivoco), nunca diré nada sin añadir los porqués y una vez que se aprende a ceñirse literalmente a mis palabras y a no intentar buscarles dobles sentidos soy transparente. Tenedlo en cuenta.
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