Hoy retomo la publicación de relatos con uno infantil, que escribí hace bastante tiempo para participar en un concurso. Aunque está lejos de ser mi género, creo que quedó bastante digno ^^.
Mamá en venta
Érase que se era un niño muy avaricioso. Tan avaricioso que guardaba toda su paga en un sitio que nadie más conocía y que vendía todos sus juguetes nuevos y las chucherías que le compraban para tener más dinero. ¿Para qué quería todo eso, si su mejor entretenimiento era contar y recontar sus monedas? También era incapaz de hacer nada si no ganaba dinero con ello. Así que recogía su habitación y la mantenía ordenada porque, si no, su madre no le daba la paga, pero si le pedía que le ayudara a cargar con las bolsas de la compra, que fuera a por el pan, que pusiera la mesa, o incluso que fuera amable con la abuela, que nunca le daba dinero a escondidas porque era pobre, siempre preguntaba:
—¿Cuánto me vas a pagar por hacerlo?
Un día su deseo de conseguir más dinero fue tan fuerte que vendió hasta sus zapatos y pasó todo el día descalzo, pero cuando llegó a casa su madre se enfadó tanto que le castigó sin sueldo hasta que pagara lo que costaban. Desde ese momento, el niño no volvió a pensar siquiera en vender su ropa, pero una idea comenzó a rondarle en la cabeza. ¿Y si vendía a su madre? Así seguramente no sólo ganaría una fortuna, sino que además dejaría de tener que aguantar sus regañinas y sus charlas sobre lo importante que era ser solidario y no tan rácano.
Una regañina más de su madre fue suficiente para que se decidiera: sólo tenía que encontrar un precio. Una mamá tenía que ser cara, pero no podía pedir mucho dinero porque nadie podría comprarla. Al final decidió que tres meses de paga era una buena cifra. Fijado el precio, necesitó esperar a que le comprara una caja de lápices de colores (la otra que tuvo la había vendido hacía tiempo) para dibujar un par de carteles con un retrato de su madre y unas letras viejas bien grandes en las que ponía:
¡Mamá en venta! Infórmate en la casa de las ventanas amarillas.
Ese mismo día, una señora vestida de negro y una máscara veneciana se acercó y preguntó, con voz profunda: —¿Tú eres el que vende una mamá?
—Sí —respondió el niño, sorprendido de que los carteles dieran resultado tan pronto—. ¿Quieres comprarla? Pareces muy mayor para necesitar una mamá.
—Y tú muy pequeño para vender la tuya. ¿Cómo vas a comer?
—Sí, supongo que eso es un problema —respondió el niño.
—No te preocupes por eso. Colecciono mamás, así que hace mucho que aprendí a solucionar eso. Te pagaré sólo la mitad de lo que me pides, pero a cambio recibirás una madre robot exactamente igual a la que tienes y capaz de hacer lo más básico: cocinar, ir a trabajar, vestirte y llevarte al colegio.
—¿Y darme la paga?
—Sí, supongo que también puede hacer eso.
—Entonces de acuerdo.
—Bien —la misteriosa mujer soltó una risa siniestra—. Mañana, cuando vuelvas del colegio, tendrás el dinero sobre tu cama y la mamá robot ya estará en activo. Si hay algún problema, dale un papel contándonos qué pasa y nos lo hará llegar. Responderemos en seguida.
El niño aceptó, contento por haber hecho un trato tan bueno, y se despidió de la coleccionista de mamás. Al día siguiente corrió a casa para comprobar que sus monedas estaban ahí, tal y como le habían prometido. Y allí estaban, así como la mamá robot, que ni siquiera le saludó. Contento por no tener que oír sus regañinas y reproches, pasó el resto de la tarde contando y recontando su dinero.
Luego, tras esconder sus monedas en su sitio secreto, salió a cenar y, nada más dar el primer bocado, tuvo que escupirlo. Luego probó el segundo plato y comprobó que también estaba asqueroso. ¡La mamá robot no sabía cocinar! Furioso, escribió su queja y se la entregó al artefacto.
—Procesando... recibiendo respuesta. Lo sentimos. La mamá robot cocina, pero sólo las mamás de verdad cocinan bien.
Aunque algo enrabietado, finalmente se encogió de hombros y lo dejó correr, pensando que de todas formas había hecho un buen trato. Pero luego, a la hora de dormir, el robot no fue a darle las buenas noches, a arroparle, a contarle el cuento y a espantar a los monstruos de su armario. Enfadado, escribió sus quejas y se las entregó al artefacto.
—Procesando... recibiendo respuesta. Lo sentimos. La mamá robot no puede leer cuentos, ni tiene sentimientos, así que no puede darte cariño. Sólo las mamás de verdad te arropan y te protegen de los monstruos.
Resignado, se fue la cama, aunque apenas pudo pegar ojo por el miedo y el fastidio que sentía. Cuando su padre llegó a casa, bien entrada la noche, corrió abajo para que sustituyera a su madre y espantara a los monstruos, pero él estaba muy cansado y sólo consiguió que le regañara por estar levantado tan tarde. Para colmo, como no había ordenado su habitación porque el robot le daría la paga de todas formas, se tropezó con sus zapatillas y se dio un buen golpe.
Al día siguiente le despertó un ruido extraño, como un motor. No quería abrir los ojos todavía, pero pronto se dio cuenta de que ¡no estaba en la cama, sino en el coche, en pijama y con el cinturón puesto!
—¿Qué haces?
—Tengo que llevarte al colegio a las ocho treinta. Son las ocho treinta —respondió la inexpresiva mamá robot.
—Pero no he desayunado, ni estoy vestido —se quejó el niño. Pero dio lo mismo que protestara, porque le obligó a entrar así mismo al colegio, donde todos se burlaron de él.
Esa misma tarde le entregó una larga nota de queja a la mamá robot.
—Procesando... Recibiendo respuesta. Las mamás robot están programadas para hacer cosas sencillas, no como las mamás de verdad. La próxima vez ponte el despertador.
El niño entonces se puso a llorar desconsoladamente, pero no recibió consuelo del imperturbable robot. Cuando se calmó un poco, escribió una nueva nota en la que simplemente ponía:
Quiero recuperar a mi mamá.
—Procesando... Espere.
La robot se fue de la casa y el niño se quedó solo un rato, hasta que apareció la mujer misteriosa de la otra vez.
—¿De verdad quieres recuperar a tu mamá de verdad? —el niño asintió—. Vale. Esta es la cifra por la que estamos dispuestos a venderla.
—¡Pero yo no tengo tanto dinero! Me la comprasteis por mucho menos.
—Ya, pero vale mucho más. Si quieres a tu mamá, ese es el precio —el niño se puso a llorar de nuevo—. Vaya, creo que la quieres mucho. Siendo así, te devolveremos a tu mamá por todo el dinero que tengas.
Sin pensarlo dos veces, el niño corrió al escondite secreto, cogió todo su tesoro y se lo entregó a la señora. Entonces ella se quitó la capa y ¡allí estaba su mamá!
Al niño no le importó que todo hubiera sido un engaño suyo para darle una lección tras ver el cartel. La abrazó y se disculpó una y otra vez. Desde ese día, el niño comprendió que las cosas importantes no tienen precio y dejó de ser tacaño.

Hola Deboah!
ResponderEliminarRealmente esta super bueno, la vuelta que le has dado, nos a dejado con una enseñanza, mas de uno es capaz de vender a su madre por la avaricia que roda este mundo.
Me gusto!!
Besos.
La literatura infantil me inspira mucho respeto, pero la verdad es que este quedó bien ^^
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