La confesión
María había muerto sin que Julián tuviera oportunidad de confesarle sus sentimientos y no iba a poder soportarlo. Ada sabía que el arrepentimiento por no haber dicho lo que sentía cuando aún tenía oportunidad iba a acabar con su padre, así que le obligó a escribir una carta en la que volcara todo su corazón, como si ella estuviera viva, y cuando la acabó le hizo acompañarla hasta el lugar donde reposaba el ataúd antes del entierro. No fue difícil colarse: en otra ocasión su padre se hubiera negado, pero estaba tan deprimido y apático que se dejó conducir a través del tanatorio sin siquiera una protesta.
Una vez frente al féretro, Ada le entregó una vela y un mechero para que la encendiera. Cuando lo hizo, le instó a sacar el sobre y a leer la carta en voz alta antes de quemarla. No se quedó a verlo, merecía un poco de intimidad. No obstante, le escuchó hablar a través de la puerta y supo que había seguido sus instrucciones. Cuando salió, el arrepentimiento y el pesar seguían ahí, pero parecían haber menguado. Ada le dio un abrazo y suspiró: algo había ayudado. Cuánto, y si sería suficiente, no lo sabía más que su padre, aunque quería tener esperanzas.
Mientras se marchaban del tanatorio y llegaban a casa para descansar un poco antes del entierro, Ada se prometió no esperar nunca más para decir lo que sentía. Así pues, en cuanto su padre se quedó dormido, cogió su teléfono y marcó ese número que se sabía de memoria, pero al que su miedo había impedido llamar.
Todos los relatos cortos y personajes de este blog son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.