El alquimista siempre había sido un hombre extraño, demasiado culto para hablar normalmente con las gentes que le trataban, demasiado orgulloso para intentar que le entendieran y demasiado celoso de su trabajo para transmitir sus conocimientos. Era además un hombre devoto, que siempre había acudido a la Iglesia y, con cierta demencia, se tenía a sí mismo por un enviado del Señor. Su gran meta, a la que había consagrado todos sus esfuerzos, había sido encontrar la panacea, aquel remedio milagroso que curaría todas las enfermedades y alargaría la vida a las buenas personas.
En su fuero interno, siempre había despreciado al resto de sus colegas, que únicamente se preocupaban de la transmutación de metales vulgares en oro y plata. Cuando, en uno de sus viajes, encontró a un alquimista que buscaba también la panacea, empezó a creer de nuevo en la alquimia, sólo hasta que su colega, con el que había compartido todos sus avances en materia de curación, imaginara entusiasmado en voz alta lo ricos y poderosos que serían cuando encontraran el compuesto y lo vendieran al mejor postor. Desde ese día, se cerró en sí mismo y nunca volvió a permitir que ninguna persona pusiera un ojo en su trabajo.
El alquimista sobrevivía trabajando de curandero para la gente de su pueblo, que a cambio le daba alojamiento y comida. A veces, cuando necesitaba viajar o comprar un componente para sus experimentos, ganaba dinero escribiendo o leyendo cartas para los analfabetos en el mercado, pero la gente corriente solía prescindir de sus servicios en ese ámbito porque a nadie le gusta que la persona a la que contrata le mire por encima del hombro. Desde luego, el alquimista, aunque respetado, no era un hombre nada querido en el lugar, y tampoco era querido por el resto de alquimistas, en vistas de su comportamiento hacia ellos. Pero llegó un momento en el que el alquimista tuvo que volver a abrirse un poco al mundo. Empezaba a perder la vista y cada vez se le hacía más difícil leer sus pergaminos, así que emprendió la tarea de encontrar un aprendiz, algo nada fácil para un hombre que se creía al borde de lo divino.
Quiso la suerte que hubiera en el pueblo un muchacho que el alquimista creyó a la altura de sus expectativas, un muchacho despierto de mente y muy devoto, que siempre le había respetado y temido. Una vez logró convencer a los padres de que le pusieran en sus manos (tarea nada fácil debido a su posición en el pueblo, aunque el muchacho fuera el menor de seis hermanos y sus padres no fueran muy ricos) empezó a mostrarle sus conocimientos. Lo primero que hizo fue mostrarle las letras y el arte de la lectura y la escritura, así como la larga lista de plantas medicinales que conocía, y las propiedades de cada una. El muchacho progresaba rápidamente y el alquimista quiso moldearle a su imagen y semejanza para que continuara su tarea cuando él ya no estuviera. Mas el aprendiz, temeroso del alquimista, empezó a recelar y se rebeló silenciosamente contra las pretensiones de su maestro, esperando pacientemente el momento de devolverle su desprecio, sus gritos y sus maltratos de la forma más dolorosa posible. El alquimista, cegado por su propio sentido de la importancia, nunca sospechó nada y pensó siempre en su alumno como la más agradecida de las criaturas.
Pero no era un aprendiz rebelde lo único que debería haber preocupado al alquimista. Las sombras de la Inquisición llegaron al pueblo y la desconfianza empezó a cegar a la gente del lugar. El alquimista curaba milagrosamente mediante extraños ensalmos. El alquimista hablaba consigo mismo. El alquimista maldecía a sus enemigos con mala suerte. El alquimista tenía un gato negro, seguramente el espíritu familiar con el que contaban todos los brujos.
Un día, el alquimista no fue a misa porque se quedó dormido tras una noche en vela buscando la panacea. Ese día firmó su sentencia de muerte. El aprendiz aprovechó su ausencia para acudir al párroco y le contó que los libros de anotaciones de su maestro estaban escritos en caracteres mágicos paganos, que a menudo experimentaba matando animales y destripándolos, que llevaba a cabo extraños rituales cuando se iba a poner a trabajar y que servía a los astros.
Cuando el desconcertado anciano despertó, creyendo haber descubierto al fin la panacea, la totalidad de los hombres del pueblo estaban en su puerta. Le prendieron y registraron la casa, donde encontraron numerosos libros escritos con extrañas runas mágicas. Ni siquiera fue necesario un juicio para declararle culpable. Las declaraciones del aprendiz y las pruebas en su contra eran irrefutables, y cuando encendieron el fuego en la pira sobre la que se encontraban él y sus libros, que tantos años de trabajo le había llevado escribir, el loco alquimista sólo fue capaz de gritar:
-¡La panacea! ¡La panacea! ¡Soltadme, locos, Dios me ha enviado para encontrar la panacea! ¡No sabéis lo que hacéis! ¡La panacea!