Desde pequeño estaba fascinado con los elfos, que nunca salían de sus fronteras y no permitían a nadie cruzarlas. Todos los días repetía la misma frase: “No puedo morir sin ver elfos”; y más de una vez sobrevivió a una muerte casi segura por su tenacidad, con ese lema en sus labios. Así que un día decidió que ya era hora de cumplir su sueño y partió hacia el país de los elfos, a pesar de que todos le advirtieron de que ellos no le dejarían siquiera acercarse a la frontera y que le matarían antes de poner un pie en su país.
––No puedo morir sin ver elfos ––se limitó a decirles antes de partir.
Tras caminar varias semanas y sufrir innumerables penurias, vislumbró en la lejanía el bosque de esas magníficas criaturas y avanzó hacia él con resolución, sólo para ser acribillado a flechazos en cuanto estuvo a su alcance, sin llegar a verles. Sintiendo cómo su vida se escapaba, siguió repitiendo tenazmente su frase, luchando por mantener la consciencia.
Cuando ya le creyeron muerto, los elfos se acercaron y se encontraron con unos delirantes ojos de moribundo clavados en ellos, fascinados. Con una sonrisa, el moribundo expiró susurrando lo siguiente:
––Sabía que no moriría sin ver elfos.
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