El país estaba plagado de orcos y goblins. Los magos habían muerto uno tras otro desde que empezó la guerra contra los elfos oscuros, que pretendían invadir el país con sus esclavos y beneficiarse del saqueo, y ahora habían decidido que, siendo inútil luchar contra un enemigo tan poderoso, no merecía la pena hacerlo, por lo que se habían atrincherado en su alta torre y no dejaban viva a ninguna criatura que se acercara. De los elfos no se sabía nada, aunque nunca se había sabido demasiado. Ellos se limitaban a esperar a que la situación la solucionaran los humanos, observando desde su bosque, sin dejar entrar a nadie en él. En cuanto a los enanos, bastante tenían ya con conservar sus extensas galerías subterráneas, y no podían prescindir de uno sólo de sus guerreros para enviarlo en su auxilio. No, los humanos estaban solos, como siempre, y, si conseguían la victoria, los magos y los elfos harían una intervención de última hora como siempre y en la historia quedaría reflejado que fue sólo gracias a su ayuda que humanos y enanos ganaron la guerra. Así, hasta que hubiera otra invasión, y todo volviera a ocurrir de nuevo, como se había repetido la situación durante siglos.
-¡Así se pudran todos ellos, elfos y magos, en sus bosques y en su torre! –dijo Cesem, gran héroe guerrero de los humanos, conocido por sus golpes de mal humor, su falta de inteligencia y sus alocadas acciones de guerra, así como su buena estrella a la hora de realizarlas. Lo que más molestaba a Cesem de esa guerra era que, tras incontables batallas y escaramuzas, no había conseguido matar, ni siquiera vislumbrar, a uno de esos malditos elfos oscuros. Pero todos sabían que debían estar ahí, porque era imposible que apestosos orcos y goblins inmundos se organizaran para el combate de forma tan eficaz.
-¡Paparruchas! Acudirán ahora como acudieron siempre llegado el momento –dijo uno de sus hombres, que había oído tantas historias sobre la perfección de los elfos de la luz que era incapaz de creer que permanecieran sin intervenir mucho más tiempo.
-¡Silencio! Como sigas diciendo eso, te mandaré de emisario a sus bosques para que te maten con sus flechas como a los demás. ¡A ver si antes de morir recuperas la sesera!
-¿Y qué hacer sino tener esperanza? –preguntó el hombre apesadumbrado.
-Dejar de tenerla y pensar en un plan efectivo, para variar –rugió Cesem, con la cara roja. Sus hombres bien sabían que era mejor hacer que se calmara, o destrozaría todo a su alrededor.
-¡Matemos a todos los malditos elfos oscuros que están detrás de esto y los orcos y goblins se matarán entre ellos! –dijo el semielfo Ofem, conocido por tener ideas más descabelladas que el propio Cesem.
-¿Y cómo sugieres que lo hagamos, semielfo? ¿Acaso te han crecido alas para atravesar sus líneas y matar a todos con tu invisibilidad?
-Esperan un grupo grande, no pequeño, y podremos colarnos fácilmente entre sus filas disfrazados. Luego, sólo tenemos que encontrarlos antes de que nos descubran.
-¡Bah! ¡Disparates y más disparates! Propón algo sensato, para variar –dijo otro de los hombres, conocido por su falta de apoyo a los planes descabellados de su jefe.
-¡Silencio! –le gritó Cesem –Semielfo, tú y yo nos entendemos bien. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. ¡Por los dioses, que no moriré sin que mi espada cate la sangre de un maldito elfo oscuro! O, a falta de mi espada, lo hagan mis puños, mis flechas o mis pequeñas trampas.
Así se decidió todo. Ofem explicó su plan y Cesem lo dispuso todo. Casi todos sus hombres se ofrecieron voluntarios, pero sólo escogió a cinco de los mejores, aunque al semielfo lo dejó fuera, a pesar de sus protestas, porque según él era el único lo bastante alocado como para asumir el mando en su ausencia y mantener a todos vivos hasta su regreso. Aunque Cesem presentía que no habría regreso.
Estaba previsto que partieran al amanecer, pero un joven bardo de aspecto desaliñando insistía en acompañarles en su misión. El bardo, llamado Raelem, aseguraba tener el poder de la invisibilidad y ser buen guerrero, y deseaba contar la verdadera historia de los héroes de la guerra cuando ésta acabara. Cesem sabía que si no lo hacía, los elfos lo harían por él, así que quedó pensativo un rato antes de decir.
-¡El siete es el número de la suerte! ¡Apuesto a que nos serás útil, bardo, porque estás tan loco como nosotros!, pero una vez salgamos de nuestro territorio no quiero oír canción alguna, que el silencio es nuestro amigo.
Y Raelem demostró su utilidad horas después, convirtiéndose en el cocinero oficial del grupo de guerreros, lo que fue de agradecer para todos.
No fue difícil encontrar una patrulla orca y apoderarse de sus malolientes armaduras para hacerse pasar por un grupo de ellos. Nada difícil, porque estaban por todas partes. Cuando cruzaron el área que controlaban totalmente los elfos oscuros, a menudo tuvieron que luchar contra pequeñas patrullas que los tomaban por desertores de su raza, y más a menudo tuvieron que huir y esconderse cuando las patrullas eran grandes. Dos de los hombres cayeron en las escaramuzas, abatidos por flechas y no por espadas, y dos veces tuvieron que parar su marcha y hacer una pira funeraria improvisada para evitar dejar los cadáveres a la vista de más patrullas y despertar sospechas.
Una semana después de empezar la marcha, las ligeras esperanzas de triunfo se desvanecieron por completo cuando vieron el campamento enemigo al pie de la montaña. Miles de tiendas había en ese campamento, lo que significaba un mayor número de orcos y goblins. Los humanos no podían resistir a semejante ejército después del desgaste al que les habían sometido todos esos años.
Pero el héroe Cesem no permitía a sus hombres dejarse llevar por el desánimo. Les llevó al grupo de tiendas más apartadas e hizo matar a sus ocupantes. Tras esconder los cadáveres, las ocuparon ellos mismos y descansaron hasta que cayera la noche montando guardias por parejas. Y al caer la noche, el héroe partió solo al centro del campamento para reunir información. Descubrió que los elfos oscuros se ocultaban en una cueva al este de ahí, así como la disposición de sus guardias.
Volvió al su pequeño campamento con una sonrisa de triunfo, truncada al ver que otros ocupaban su campamento. Unos orcos, al parecer, habían tenido la misma idea que él mismo para conseguir unas tiendas donde descansar, aunque muchas se habían quemado. Cuando estaba desenvainando la espada para vengar a los suyos, una mano le retuvo. Volviéndose, no vio nada.
-No te lo recomiendo –dijo la voz conocida del bardo, Raelem. Ante la sorpresa del heroe, añadió -Te dije que podía invisibilizarme
-¡Más te vale que me digas qué ocurrió o te echo al fuego! –amenazó Cesem.
-Atacaron por sorpresa y eran demasiados. Matamos a cuatro por cada uno de nosotros pero nos acabaron por vencer. Yo sobreviví sólo porque puedo hacer que no me vean, y a duras penas.
-¡Maldición! ¿Y los cadáveres?
-Tuve a bien quemar el campo de batalla para que no se les reconociera. No sé si apagaron el fuego a tiempo o no.
-¡Vamos, sígueme bardo! Hay que acabar con esto antes que nos maten a nosotros también. –dijo Cesem dirigiéndose al refugio de sus enemigos tras realizar una oración funeraria por sus compañeros caídos. Sólo podía estar seguro de que Raelem le seguía por el ruido de sus pisadas.
Llegaron a la cueva después de perderse más de una vez, por suerte cuando amanecía. No les gustaba el sol ni a orcos, ni a goblins, ni a elfos oscuros, y eso les daría ventaja. Con señas indicó al bardo dónde debían estar los guardias y a quienes tenía que matar con el mayor silencio posible. Si le había entendido o no, no lo sabía, porque al parecer no iba a renunciar a su invisibilidad. Los guardias estaban donde debían y murieron como debían. Con ingenio, se las arreglaron para mantenerlos de pie en sus puestos por un rato, luego entraron a escondidas. Los elfos oscuros estaban reunidos en una zona de la cueva de gran amplitud.
Una docena. Una docena han causado tanta muerte –pensó irritado Cesem. Raelem, por el gruñido que soltó, parecía pensar lo mismo. No pasaron mucho escuchando para enterarse de que dos de ellos eran los militares, y el resto eran comerciantes interesados en los bienes de la superficie que pudiera proporcionarles la guerra.
Esperaban su oportunidad para atacar, pero alguien descubrió el destino de los guardianes demasiado pronto. Sin pensarlo dos veces, atacaron en el momento que los elfos oscuros se ponían en guardia y desenvainaban. Cesem mató a uno de los militares antes de que reaccionara y el bardo se ocupó del otro. Pero los comerciantes también sabían luchar, y pronto aparecieron más guardias para ayudar a sus amos.
Estaban rodeados, y lo sabían. Ni siquiera Raelem, con su invisibilidad, podía salir sin que le pilaran. Pero Cesem tenía un as en la manga. O dos, mejor dicho. Espera diez segundos, tápate los ojos y sal de aquí -le dijo con gestos a Raelem. Esperaba que lo hubiera visto. Contó hasta once y activó uno de los dos regalos que le había hecho un mago hacía tiempo. Un ramalazo de luz salió de su anillo de la mano izquierda cegando a sus enemigos. Oyó al bardo escapar y activó el anillo de su mano derecha. Una explosión de fuego salió de él y consumió a elfos oscuros, a sus guardias, y al mejor héroe de los hombres del momento.
Raelem lo vio todo a distancia segura y, llorando, se dio la vuelta perdiéndose en las sombras antes que le descubrieran. Logró llegar de vuelta al campamento a pesar de sus muchas heridas y del cansancio. Contó al semielfo lo que había ocurrido antes de caer desplomado al suelo, y tardó una semana en despertar de nuevo. Cuando lo hizo, los dioses le habían bendecido enviándole una musa que le inspiró para narrar lo sucedido con maestría. Y él, un bardo que era más bien poca cosa, creó la balada más grande y hermosa escrita jamás por un hombre en honor al héroe Cesem, que cayendo le salvó.
Los clanes de orcos y goblins se empezaron a matar entre ellos nada más perder a sus amos, y los humanos tornaron la guerra en su favor. Los magos y elfos de la luz aparecieron poco después de enterarse del cambio de tornas. Cuando acabó la guerra, pretendieron llevarse el mérito, pero una balada muy extendida, que llegó incluso a otros países, impidió que eso ocurriera contando la verdadera historia. Y el bardo Raelem y el semielfo Ofem se encargaron de que no se perdiera en el olvido.
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