El brujo había renunciado a todo por su magia. A sus bienes, a sus seres queridos, a su propia identidad. Los hechizos que practicaba siempre suponían un riesgo, así que siempre estaba al borde de perder la cordura o su propia vida. Estaba tan hundido en la magia, tan necesitado de ella, que se sentía dispuesto a perder incluso eso con tal de conseguir un poco más de poder o conocimiento.
Por eso odió tanto a Brontak. Practicaba la magia oscura, pero no parecía que hubiera renunciado a nada. Era el hermano del rey y aun así había logrado mantener su condición de nigromante en secreto. Estaba tan confiado de que no perdería nada que hasta estaba reuniendo un ejército de brujos y renegados a espaldas de los que confiaban en él para traicionarles de la forma más vil y hacerse con el control del país. También parecía tener un control casi total de los hechizos que realizaba, a pesar de lo complejos y peligrosos que eran.
El brujo consideró traicionarle, aunque solo fuera por la envidia que le daba ese personaje que lo tenía todo tan fácil cuando a él el poder le había costado tanto. Le daba igual si para ello renunciaba a su escondite y le prendían a él también por practicar magia prohibida. Pero hasta en eso Brontak parecía llevarle la delantera, porque nada más pensarlo le habló de lo que habría que hacer para derrocar a los magos y a su magia benigna.
Cada brujo tenía sus secretos y acceder a nuevos conocimientos a través de otros de su calaña era algo muy complicado. Pero, si para hacer hechizos conjuntos tenían que conectar sus mentes, mientras durara el trance los secretos de los demás quedarían expuestos... incluyendo los de Brontak.
Por eso calló y esperó órdenes. Como todos. Porque sí, había muchos más brujos ocultos en Diltania de los que nadie hubiera creído posible. Y, cuando llegó el momento de atacar a los magos, todos conectados en un mismo hechizo conjunto, no hubo quien les parara. Que sacaran algo de los demás, sin embargo, era otro cantar. Todos habían estado tan preocupados de robar de las mentes de los otros que no habían pensado en que sus propias mentes quedarían expuestas. Y, según el autocontrol que tuviera cada uno, dejaban más o menos cosas al descubierto.
Aun así, consiguió los suficientes secretos como para saber que merecía la pena, como todos los demás, lo que le aseguraba a Brontak su lealtad incuestionable. A ninguno le importó que los magos pronto se reorganizaran y contraatacaran llevándose a muchos de los suyos por delante; aunque con tantas bajas los brujos quedaron al borde de la extinción, se llevaron por delante a todos los magos. Además, los que quedaron seguirían acumulando poder y secretos de las mentes de sus iguales con cada hechizo conjunto.
Pero la derrota definitiva de los magos trajo consigo una consecuencia: que ya no hacía falta realizar tantos conjuros grupales y, cuando había que hacerlos, no necesitaban a tantos en el círculo, por lo que muchos se quedaban fuera.
Entonces, el brujo comenzó a cuestionarse su lealtad. Ya no tenía que esconderse para practicar su magia, pero eso no significaba que tuviera que servir a quien lo hizo posible, tanto menos si le odiaba. Además, con todo lo que había aprendido, se daba por satisfecho, al menos durante unos años. Así pues, se desligó por completo del nigromante y con ello firmó su sentencia de muerte.
Quedaban pocos brujos, pero a Brontak no le interesaban aquellos que no se pondrían a su disposición cuando los necesitara; solo aquellos lo suficientemente ambiciosos como para permanecer a su lado con tal de tener la oportunidad de volver a vislumbrar algún secreto de valor en su mente si volvía a elegirles para hacer uno de sus grandes conjuros. Todos los demás eran elementos que se podían volver en su contra y, además, su falta de ambición y su conformismo daban pistas de su mediocridad. Así que, como él también descubría secretos nuevos de las mentes de sus súbditos cuando hacían el hechizo conjunto, solo dejaría vivos a los que pudieran tener los más jugosos.
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